Bruno Schulz es el retrato del escritor como víctima de su tiempo. Muerto en un gueto de Drohibycz, asesinado al azar por un soldado nazi. Su obra cava en lo profundo del ideal surreal, aboliendo la idea de la realidad para crear simbolismos crípticos e inquietantes. La calle de los cocodrilos (Ulica Krokodyli en el original polaco) parece transmitir algo del aire frío de la europa oriental, sus tragedias y su extraña manera de comprender el mundo.
LA CALLE DE LOS COCODRILOS
Una edición polaca de "Las tiendas de color canela", el primer libro de Schulz. |
Mi padre conservaba en el cajón inferior de
su amplio escritorio un hermoso plano antiguo de nuestra ciudad. Era en
realidad todo un volumen en folio, de pergaminos que, unidos por medio de
cintas, formaban un inmenso mapa mural que representaba un panorama a vuelo de
pájaro.
Fijado a la pared, a la que cubría casi por
entero, dejaba ver todo el valle del Tysmienica, que serpenteaba como una cinta
pálida y dorada, el conjunto de los grandes lagos y pantanos y los últimos
contrafuertes de las montañas, cuyas ondulaciones huían hacia el Sur,
primero raras y distantes, luego reunidas en cadenas cada vez más numerosas, en
un damero de colinas redondeadas que se hacían más pequeñas y más pálidas
a medida que se acercaban al horizonte dorado y brumoso. Bajo esas periferias
empañadas y lejanas se destacaba la ciudad, que avanzaba hacia el borde
del mapa. Al principio bajo la forma de masas aún indiferenciadas, compacta
mezcla de casas cruzadas por los arroyos profundos de las calles; más cerca se
dividía en inmuebles individualizados, que habían sido dibujados con la misma
procesión con que se verían a través de unos prismáticos.
En esta parte, el artista había logrado fijar
la profusión tumultuosa de las calles y callejuelas, el diseño de las
cornisas, arquitrabes, arquivoltas y pilastras que brillaban en el oro sombrío
de un crepúsculo que hundía a los nichos y hoquedades en una sombra color ocre.
Esos espectros de sombra se extendían como rayos de miel, por las arterias de
la ciudad. Bañaban con su masa tibia y opulenta aquí la mitad de una
calle, allá un espacio entre dos casas, y orquestaban, en un clarobscuro triste
y romántico, la polimorfía arquitectónica del conjunto.
Ahora bien, sobre este plano, dibujado en el
estilo de los prospectos barrocos, los alrededores de la calle de los
Cocodrilos formaban una mancha blanca comparable a la que, en los tratados de
geografía, señala a las regiones polares o los países inciertos o
inexplorados. Sólo algunas calles estaban indicadas allí con líneas negras, con
sus nombres trazados en escritura corriente, mientras que las otras leyendas se
distinguían por la nobleza de sus caracteres góticos. Era evidente que el
cartógrafo se había negado a reconocer esta zona como parte legítima de la
ciudad y había manifestado su oposición por medio de ese tratamiento
superficial.
Para comprender su reserva, debemos describir
aquí la naturaleza particular de este barrio equívoco. Era un distrito comercial
e industrial de muy marcado carácter utilitarista. El espíritu de la época y
los mecanismos económicos no habían perdonado a nuestra ciudad y se habían
enraizado en su periferia, donde habían dado nacimiento a ese suburbio
parásito. Mientras que en la ciudad vieja reinaba aún un comercio nocturno,
semiclandestino y ceremonioso, aquí, en este barrio joven habían florecido toda
clase de métodos comerciales sobrios y modernos. Injertado en este suelo
agotado, cierto americanismo exuberante había producido un estilo soso e
incoloro, de una Vulgaridad presuntuosa. Se veían allí miserables edificios de
fachada caricaturesca, embozados en monstruosos ornamentos de estuco que se
desmoronaban fácilmente. A las viejas barracas suburbanas se habían agregado apresuradamente
portales cerrados que, si se los miraba de cerca, no eran más que una
lamentable imitación del estilo de moda. Las vidrieras sucias sobre las cuales
se quebraba en reflejos ondulados la imagen de la calle, la madera rugosa de
los portales, el tono gris uniforme de esos interiores estériles en los que las
altas estanterías y los muros agrietados se cubrían de telas de araña y
de capas de polvo, todo eso daba a los negocios del barrio el sello de un nuevo
Klondyke. Así se alineaban una al lado de otra, los tenduchos de los sastres de
confección, los depósitos de porcelanas, las droguerías, las peluquerías. En
los grandes vidrios grisáceos de sus frentes estaban pintadas oblicuamente o en
semicírculo, inscripciones en letras doradas: CONFITERÍA, MANICURA, KING OF
ENGLAND.
Los viejos habitantes de la ciudad se
mantenían apartados de esta zona, ocupada por un populacho sin carácter ni
cohesión, una verdadera pacotilla moral, una categoría inferior del ser humano
que, por sí mismos y ellos solos, engendraban tales ambientes dudosos y
efímeros. Pero en los días de abatimiento, en las horas de debilidad, podía
ocurrírsele a un ciudadano echar a andar por esa zona equívoca. Ni siquiera los
mejores escapaban a la tentación de degradarse alguna vez, de borrar las
jerarquías, de hundirse en ese cenagal de fácil promiscuidad. Ese barrio era un
Eldorado para esos desertores que renunciaban a su dignidad. Todo allí parecía
sospechoso y dudoso; todo, por medio de guiñadas discretas, gestos
cínicos y miradas furtivas, excitaba a la concupiscencia impura; todo tendía a
desencadenar los bajos instintos.
Un transeúnte desprevenido difícilmente
descubriría la extraña peculiaridad de estos lugares, donde los colores
estaban ausentes, como en esta aglomeración mediocre y apresurada nadie pudiera
permitirse ese lujo. Todo era gris, como en un folleto ilustrado o en las fotos
en blanco y negro. Esta semejanza iba más allá de la simple metáfora pues, por
momentos, si uno paseaba por esas calles, tenía la impresión de hojear un
insípido prospecto en el que, por inadvertencia, se hubieran deslizado
proposiciones equívocas, notas escabrosas, ilustraciones parásitas. Esos paseos
se revelaban tan estériles como los desbordes de una imaginación que se
arrastra entre las ilustraciones y los textos de una publicación pornográfica.
Si uno entraba, por ejemplo, en la tienda de
un sastre, para encargar un traje de dudosa elegancia, a tono con las
características del lugar, se encontraba en un local vasto y vacío, de techo
elevado e incoloro, hasta el cual se elevaban las grandes estanterías. Ese
andamiaje de estantes vacíos conducía nuestra mirada hacia las alturas, hacia
ese techo que podía ser también un cielo, un cielo mediocre y mustio como los
de ese barrio. Pero, por otra parte, las demás piezas, que es posible ver por
la puerta entreabierta, están llenas hasta el tope de cajas y cartones,
superpuestos como en un inmenso fichero que, allá arriba junto al vago
firmamento del techo, concluye en una geometría del vacío, una construcción
estéril de la nada. La luz diurna no atraviesa esas ventanas grises de
múltiples vidrios cuadriculados como las hojas de los cuadernos escolares,
porque todo el espacio del negocio está embebido en una luz indecisa e
indiferente que no proyecta sombra ni subraya los relieves.
Y ahora se nos aparece un joven
extremadamente servicial, esbelto y ágil, dispuesto a satisfacer todos nuestros
deseos y a aplastarnos bajo su fácil elocuencia de hortera. Sin dejar de
parlotear, despliega largas piezas de tela, mide, alisa las arrugas y da forma
a la onda infinita que corre entre sus manos, armando capotes o pantalones
imaginarios. Todas esas manipulaciones solo parecen una simulación, una
comedia, una máscara irónica que oculta el sentido verdadero de su actividad.
Las vendedoras son morenas y esbeltas, pero
la belleza de cada una de ellas tiene un pequeño deterioro, muy
característico de ese barrio de mala vida. Van y vienen por la tienda, o se
apostan en la puerta, vigilando si la operación comercial confiada al experto
dependiente está llegando a concretarse. El joven hace toda clase de ceremonias
y melindres; por momentos da la impresión de ser una mujer vestida de hombre.
Uno desearía acariciar su mentón o pellizcar sus mejillas, cuando, esbozando
una mirada cómplice, atrae discretamente nuestra atención sobre la etiqueta de
su mercadería, de transparente simbolismo.
Poco a poco la cuestión de la elección de una
tela queda relegada a un segundo plano. Ese joven corrompido y casi afeminado,
lleno de comprensión por los caprichos más íntimos del cliente, exhibe ante los
ojos de éste etiquetas muy particulares, toda una colección de marcas
registradas, la colección de un amateur refinado.
Entonces descubrimos que la sastrería no era más que una fachada que disimulaba
el gabinete de un librero, repleto de libros de tiraje reducido y escritos de
carácter licencioso. El joven diligente nos muestra reservas de libros,
grabados y fotografías que se apilan hasta el techo. Las viñetas y las
estampas superan nuestros sueños más osados: nunca hubiéramos imaginado
tales abismos de depravación, una desvergüenza tan refinada.
Las vendedoras, grises, color de papel, pasan
y vuelven a pasar, ahora con mayor frecuencia, entre las pilas de libros. Sus
rostros ya corrompidos tienen ese pigmento graso de las morenas que, agazapado
en el fondo de sus ojos, se lanza a veces a una carrera enloquecida de
cucaracha. En las manchas de rubor que colorean sus mejillas, en sus lunares
picarescos, en el impudor de su vello, se trasluce el ardor de su sangre negra.
Los libros, que ellas toman con sus dedos oliváceos, parecen conservar manchas
de esa sangre: sus colorantes muy intensos, al desteñirse sobre el
papel, soltaban en el aire como una lluvia de pecas, un reguero obscuro y
aromático, olor de café, de tabaco y de hongos venenosos.
Entretanto la licencia se generaliza. El
dependiente, que ha agotado sus facultades de convicción, se ha reducido
progresivamente a una femenina pasividad. Se ha tendido sobre uno de los
numerosos divanes que se hallan entre las estanterías; un escote femenino
entreabre su pijama de seda. Las vendedoras se muestran unas a otras las
figuras y posiciones de las estampas; otras se adormecen sobre lechos
improvisados. La presión sobre el cliente se debilita. Han dejado de importunarlo
y lo dejan librado a sí mismo; entregadas a sus conversaciones, ya no le
prestan ninguna atención. Sin embargo adoptan una actitud arrogante,
colocándose de espaldas o de perfil, y juegan coquetamente con la punta de sus
zapatos u ondulan sus cuerpos con flexibilidad de serpientes, provocando así
con indolente irresponsabilidad al espectador que fingen ignorar. El huésped se
siente así atraído, empujado por esa retirada estratégica que le deja si campo
libre para actuar. Pero mejor será aprovechar ese instante de distracción para
escapar a las imprevisibles consecuencias de nuestra inocente visita y salgamos
a la calle.
Nadie nos retiene. Nos escabullimos entre
corredores de libros, entre las largas estanterías de revistas e impresos;
logramos abandonar el negocio y nos hallamos de nuevo en el punto más alto de
la calle de los Cocodrilos, desde donde se puede observar todo su trazado,
hasta las construcciones interrumpidas de la estación. La luz es grisácea, como
siempre ocurre en estos parajes, y el paisaje recuerda una foto de vieja
revista ilustrada, a tal punto son descoloridos y vulgares los vehículos, las
casas y la gente. Esta realidad, delgada como el papel, denuncia por todas sus
grietas su carácter ilusorio. A veces uno tiene la impresión de que esa
esquinita que de pronto descubrimos ha sido arreglada especialmente para
ofrecer la imagen de una avenida de una gran ciudad. Pero de inmediato esa
mascarada improvisada se descompone: incapaz de sostener su ficción, se
desmorona, y sólo queda un montón de argamasa, los escombros de un teatro
inmenso y vacío recorrido a veces por los estremecimientos de una gravedad
tensa y patética.
Lejos está de nosotros la intención de
denostar este espectáculo. Aceptamos conscientemente que el encanto mezquino de
este barrio nos seduce. Por otra parte, no está desprovisto de cierto carácter
autoparódico. Las hileras de barracas suburbanas alternan con altos edificios
que se diría hechos de cartón, un conglomerado de insignias, ciegas ventanas de
oficinas, vidrieras opacas, chapas y anuncios. La multitud hormiguea al pie de
esas casas. La calle es tan ancha como una avenida urbana, pero la calzada, a
la manera de las plazuelas aldeanas, está hecha de arcilla apisonada, invadida
de hierbas silvestres, llena de pozos y charcos. La circulación de los peatones
es motivo de orgullo para los habitantes del barrio, y hablan de ella
exhibiendo miradas de suficiencia. La multitud descolorida, anónima, está en
sumo grado poseída de su papel y despliega todo el celo posible para contribuir
a crear la impresión de una gran ciudad. Sin embargo, a pesar de su aspecto
atareado y práctico, da la impresión de un cortejo somnoliento que circula
monótonamente y sin objeto. Toda la escena está impregnada de una curiosa
insignificancia. La multitud continúa errando en una ola monótona y, cosa
extraña, se la distingue apenas vagamente. Las siluetas se deslizan en
un tumulto suave y confuso, sin llegar a destacarse completamente recortadas.
Sólo de vez en cuando puede uno aislar, en esa maraña, alguna mirada
negra y viva, un sombrero muy calado, una mitad de rostro deformado por un
rictus y cuyos labios acaban de entreabrirse, una pierna que ha dado un paso y
queda endurecida para siempre en esa actitud.
Una de las particularidades del barrio son
los coches de plaza sin conductor, que ruedan solos por las calles, y no porque
falten cocheros, sino porque éstos, perdidos en la multitud y solicitados por
otros asuntos, no se preocupan por sus coches. En esta esfera de la apariencia
y del gesto vacío, no se preocupa uno demasiado por precisar el lugar de
destino y los pasajeros se confían a esos vehículos errantes con la indolencia
que se observa aquí en general. En ciertos cruces peligrosos se los ve, a
veces, asomados fuera de sus vehículos desencajados y efectuar, no sin
esfuerzo, riendas en mano, una maniobra complicada.
En el barrio hay también tranvías, que
constituyen el más brillante de los triunfos para los concejales municipales.
Pero el aspecto de esos coches de papel maché es lastimoso, con sus tabiques
deformados por el paso del tiempo. A veces hasta les falta la delantera, de
manera que se ve a los pasajeros sentados en el interior, rígidos y en actitud
muy digna. Estos tranvías son empujados por mandaderos municipales.
Pero lo más sorprendente es el sistema
ferroviario de la calle de los Cocodrilos. A veces, durante el fin de semana, a
horas variables, se puede observar a una multitud que espera el tren en una
parada. Ni la hora de llegada del tren, ni el lugar exacto donde habrá de
detenerse son seguros y ocurre a veces que la gente forma dos filas de espera,
pues no logran ponerse de acuerdo sobre el emplazamiento de la estación.
Esperan mucho tiempo, formando un grupo sombrío y silencioso a lo largo de las
vías trazadas vagamente. Vistos de perfil, sus rostros son como máscaras de
papel que la expectativa recorta con líneas fantásticas.
Por fin el tren llega. Sale de una callecita,
minúsculo, pegado a las vías, arrastrado por una locomotora jadeante. Ha
entrado en ese corredor obscuro y la calle se ennegrece bajo el polvillo de
carbón que esparcen los vagones. La respiración apagada de la locomotora, un
soplo de extraña severidad y lleno de tristeza, el gentío y el
enervamiento contenido transforman por un instante a la calle en un andén de
estación, en medio del breve crepúsculo invernal.
El comercio de billetes de tren es, junto con
la corrupción, la plaga de la ciudad. A último momento, cuando el tren se halla
ya en la estación, tienen lugar las negociaciones con los empleados de la
línea. Antes de que ellas concluyan, el tren se pone en marcha, acompasado por
una multitud lenta y desencantada que lo sigue largo rato y luego se dispersa.
La calle, reducida por un momento a ser esa
estación crepuscular, llena del aliento de las vías lejanas, se ilumina y se
ensancha de nuevo para dejar paso a la multitud indolente y monótona, que vaga
con su impreciso murmullo a lo largo de las vidrieras que, detrás de los sucios
cristales, exhiben toda clase de baratijas, grandes maniquíes de cera y
muñecas de peluqueros.
Vestidas con largas ropas de encaje pasan,
provocadoras, las prostitutas. Son quizás, por otra parte, las mujeres de los
peluqueros o de los músicos de las tabernas. Andan con un paso elástico de
animales feroces y llevan en sus rostros malvados y corrompidos una
pequeña deformación destructiva: sus ojos negros son estrábicos, tienen
la boca desgarrada o les falta la punta de la nariz.
Los vecinos están orgullosos de las
emanaciones viciosas de la calle de los Cocodrilos. No nos privamos de nada,
piensan satisfechos, podemos ofrecernos el lujo de un verdadero libertinaje.
Dicen que todas las mujeres del barrio son cortesanas. En efecto, basta mirar a
cualquiera de ellas para encontrar una mirara insistente, viscosa, que nos
hiela con su certidumbre voluptuosa. Hasta las escolares tienen un modo de llevar los moños, un cierto
defecto en los ojos, una manera de mover sus esbeltas piernas, en los que se
esboza su futura depravación.
Y sin embargo... Sin embargo, ¿será
necesario, aún, traicionar el último secreto de este barrio, el misterio
cuidadosamente conservado de la calle de los Cocodrilos? Varias veces, en el
curso de esta narración, hemos manifestado ciertos escrúpulos y expresado
discretamente nuestras reservas. El lector atento no se sorprenderá pues al
descubrir la incógnita del asunto. Hablamos del carácter mimético de este
barrio, pero este término tiene también un significado bastante claro para
expresar la esencia intermedia e indecisa del barrio.
Nuestro lenguaje no tiene vocablos que
permitan fijar los grados de la realidad o definir su densidad. Digámoslo sin
disimulo: la fatalidad de este barrio reside en que nada cobra realidad en él.
Todos los gestos insinuados quedan en suspenso, se agotan prematuramente y no
pueden trasponer ciertos límites. Hemos tenido la oportunidad de observar la
exuberancia y prodigalidad de las intenciones, de los proyectos y de las
anticipaciones: no se trataba de otra cosa que de una fermentación de deseos,
precoz y, por lo tanto, estéril.
En una atmósfera de facilidad excesiva todos
los caprichos germinan y la tensión más pasajera crece y se cubre de estériles
excrecencias, hierbas silvestres de la pesadilla, adormideras febriles y
descoloridas. Sobre todo el barrio se cierne un olor de pecado disoluto
y perezoso: gentes, casas y tiendas sólo parecen, a veces, un estremecimiento
de su cuerpo febril, un espasmo entre sus ensoñaciones. En parte alguna
como aquí se siente uno a tal punto amenazado por la proximidad de realización,
debilitado y paralizado por la aprehensión voluptuosa del hecho a cumplirse.
Pero todo termina allí.
Una vez superado cierto nivel, el flujo se
detiene y retrocede, la atmósfera pierde color, las posibilidades recaen en la nada,
las amapolas grises y enloquecidas de la excitación se disipan en cenizas.
Nunca nos abandonará el arrepentimiento de
habernos alejado de aquella sastrería. Sabemos que jamás volveremos a
encontrarla. Iremos de una insignia a otra y siempre nos equivocaremos.
Visitaremos decenas de negocios parecidos, caminaremos entre murallas de
libros, hojearemos centenares de publicaciones, mantendremos confusas
negociaciones con vendedoras de piel pigmentada y belleza defectuosa que no
comprenderán nuestros deseos. Caeremos en confusiones sin fin, hasta que
nuestra fiebre y nuestro desasosiego se agotarán, después de tantos esfuerzos
inútiles, tantas búsquedas infructuosas.
Nuestras esperanzas reposaban sobre un
equívoco; la ambigüedad del local era sólo una apariencia; la tienda era una
verdadera sastrería y el empleado no tenía ninguna intención oculta. En cuanto
a las mujeres de la calle de los Cocodrilos, su depravación es más bien
moderada y se ahoga bajo espesas capas de prejuicios. En esta ciudad de la mediocridad
no hay lugar para los instintos exuberantes ni para las pasiones obscuras e
insólitas.
La calle de los Cocodrilos era una concesión
de nuestra ciudad al progreso y a la corrupción modernas. Pero, como es
natural, sólo podíamos pretender edificar una imitación en papel maché, un
fotomontaje hecho con recortes de viejos periódicos amarillentos.
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